Desde hace algunos años, he decidido tener los ojos más abiertos para no perderme los maravillosos regalos que Dios me entrega cada día. Esta no fue una decisión que tomé de la noche a la mañana, fue más bien producto de un proceso paulatino que explotó el día en el que me percaté que había perdido la capacidad de saborear la vida. Estamos vivos, estamos aquí y ahora y ese es quizás el primer regalo al que debemos poner atención: la vida.
No somos producto de la casualidad, no somos un número más en los estudios demográficos del lugar en el que vivimos, somos un diseño perfecto que fue entregado a esta tierra para cumplir un propósito específico. Yo se que todo este asunto del propósito es para la mayoría de las personas, más una oscura nebulosa que una luz que ilumina el camino a seguir. Sin embargo, la incertidumbre de no tener claro lo que deberíamos estar haciendo no debe abrumarnos, sino más bien impulsarnos a explorar el regalo que todos llevamos dentro y que define quienes somos.
Estamos aquí para aprender, para descubrir y para asombrarnos. Las familias y los sistemas de educación formal hasta cierto punto han hecho su trabajo. Hemos aprendido lo que sabemos en gran parte, gracias a estas dos grandes instituciones y a través de la experiencia vamos descubriendo, casi más por intuición, algunas otras cosas. No digo que nuestros procesos de aprendizaje y descubrimiento del mundo hayan sido perfectos, pero por lo menos nos ha alcanzado para llegar hasta donde estamos hoy.
¿Y qué pasa con el asombro, ese asombro que de niños nos mantenía en una fiesta constante? Recuerdo que de pequeña era presa fácil del asombro, me dejaba sorprender por todo, en cualquier lugar o situación era testigo de milagros y eventos fascinantes, pero conforme fui creciendo, en algún lugar dejé perdido el asombro. Lo perdí, lo dejé tirado por ahí en el camino de la vida, en algún episodio doloroso que nunca falta.
¿A quién no le ha pasado, que un día se despierta preguntándose por qué ya todo se convirtió en rutina? ¿Por qué parece que los sueños que teníamos cuando éramos niños están cada vez más lejos? Un día reaccioné y me hice esas preguntas, fue justo en ese momento cuando me di cuenta que había olvidado lo que se siente vivir en asombro. Vivir en asombro es volver a sentirse fuerte, invencible, es comprender que todo es un milagro pero también saber que los milagros ocurren todos los días, es volver a encontrar el significado de la vida y a tener esperanza frente al futuro, es celebrar el estar vivos.
Los seres humanos necesitamos vivir en asombro y contemplación porque no hay forma de conectarnos con Dios, con su creación, con nosotros mismos y con otras personas sino practicamos la disciplina del asombro, tanto como la del aprendizaje y la del descubrimiento. Casi todos al crecer, en nuestra preocupación por hacer, por tener y resolver, empezamos a creer que no hay tiempo para contemplar y asombrarnos, es por esto que nos olvidamos de ser.
Desarrollar la capacidad de asombrarnos es una disciplina y como cualquier disciplina si no se practica, se pierde. Perder la capacidad de asombro para los seres humanos es muy peligroso, porque cuando esto sucede, perdemos una parte de nosotros y es entonces cuando comenzamos a morir aun estando vivos. La contemplación y el asombro nos hace estar conscientes y agradecidos por cada detalle, nos hace poner pausa en medio de tantas ocupaciones para observar y para conectarnos. Si perdemos la capacidad de agradecer y de conectarnos nos aislamos y aislados no cumplimos propósito y sin propósito la vida pierde sentido.
El propósito nunca estará en función de nosotros mismos, no es para servirnos a nosotros, es para conectarnos con quienes nos rodean, ofrecernos a otros en servicio y para comprender que los otros también son parte fundamental de nuestros procesos de crecimiento, acompañamiento y convivencia. El asombro y la contemplación entrena nuestras habilidades blandas, esas que no se enseñan en las escuelas, esas que nos ayudan a gestionar emociones, las que nos hacen ser mejores seres humanos. Cuando nos entendemos como seres humanos con necesidad de conexión y agradecimiento, entonces volvemos a ver de nuevo con los ojos del alma como cuando éramos niños.
Los ojos del alma no son físicos, porque no podemos ubicarlos en un lugar específico de nuestro cuerpo, pero nos permiten observar con admiración olores, sabores, sonidos, sentir a la gente, su calor, su dolor, su alegría, sin duda alguna son los ojos que nos llevan a ver más allá de lo que otros ojos sin entrenamiento en asombro y contemplación pueden hacerlo.
Necesitamos entrenarnos en asombro, necesitamos practicarlo más, ser conscientes de esta disciplina, porque aprender a ver con los ojos el alma nos devuelve el gusto por la vida, nos hace empáticos, nos hace sentirnos vivos. El asombro nos ayuda a crear entornos emocionales más sanos, de agradecimiento, con más amor y por ende libres de temor a ser nosotros mismos desde el diseño original.
¿Qué te parece si somos más intencionales en entrenarnos en asombro y contemplación, si dejamos de vez en cuando de lado la tecnología para disfrutar del silencio, del sonido de las hojas de los árboles al moverse por el viento, o volvemos a ser niños al seguir el recorrido de una hormiga en el jardín?
Por Kenia Salas