Doña María, … a doña María nunca la voy a olvidar. Ella me enseñó a bordar, a tejer y a hacer pan casero, cosas que le agradezco con el corazón, porque me dio la oportunidad de tener momentos en mi niñez distintos a los de muchos de mis amigos. Me enseñó a estar más presente, más consciente, pero, sobre todo, de ella aprendí la sensibilidad de corazón para ver, sentir y oler la vida. Me considero afortunada de haber tenido una doña María en mi infancia, por eso hoy quiero dedicarle este blog a ella y a cualquier otra “doña María” que se encuentre por allí.
Doña María era la abuelita del barrio, vivía sola, nunca salía y casi nadie sabía de ella. La puerta de su casa siempre estaba cerrada, solo en raras ocasiones se le veía asoleándose en el jardín. Desde mi percepción infantil yo creía que tenía todos los años del mundo, pero ya ahora con una mirada de adulta, pienso que doña María podría haber tenido unos 85 años para ese tiempo en el que empezamos a ser amigas. Pero, ¿qué tienen en común una niña de 8 años con una abuelita de más de 80? Pues, muchas más de las que te puedas imaginar. Cada una de nosotras estábamos en un extremo distinto de la vida, yo, con toda la inocencia que se carga a los 8, y ella, con toda la experiencia que se lleva a los 80, pero ambas curiosas por lo que venía, por lo que podíamos aprender de la otra desde esa mirada contemplativa. También descubrí que las dos disfrutábamos las tardes de lluvia y el olor a pan recién horneado y que nos encantaba contar historias.
El tiempo nos permitió ser amigas solo por un ratito, pues pronto ella dejó esta tierra, casi un año después de que comenzó nuestra amistad, sin embargo, fue el tiempo suficiente para que dejara una huella de amorosa valentía en mi vida. Sus enseñanzas están presentes en esos días en los que tengo las pilas bajas y quiero dejar todo tirado, entonces la recuerdo agradeciendo con entusiasmo cada segundo de vida a pesar de sus dolencias físicas y de la soledad en que vivía, y entonces pienso lo afortunada que soy por estar viva y tener con quien compartir mis días.
Nuestra amistad comenzó por mi mamá y su preocupación por cuidar que doña María estuviera bien y no le faltara cualquier cosa en la que nosotros pudiéramos colaborar. Fue así como me convertí en su mandadera y quien la acompañaba ratitos todas las tardes mientras conversábamos de cualquier cosa disfrutando un vaso con leche y galletas. Algunas veces aprovechábamos el tiempo para hacer pan y otras ella me enseñaba a bordar o a tejer. Me gustaba estar con ella y escuchar sus historias asombrosas de un mundo desconocido para mí, pues no fue en el que me tocó vivir. La casa de doña María tenía un olor particular, ese olor a muebles antiguos y a cosas que se han guardado por mucho tiempo, la verdad el olor no era muy agradable para mí, pero lo superaba considerando que era un precio justo de pagar por disfrutar todo lo que podía aprender de ella.
Un día de estos me acordé de doña María y nuestra amistad, porque de verdad la consideré mi amiga y la llegué a apreciar muchísimo. Y entonces me pregunté, ¿será que aún en estos días, los niños tienen una oportunidad de aprendizaje y crecimiento como el que yo tuve a través de la amistad con doña María? Todavía no logro responderme al 100% esta pregunta, porque no quiero, porque me temo que como sociedad hemos perdido algo valiosísimo en el camino: el respeto, cariño y admiración por los adultos mayores. Y no hace falta llegar a cumplir la edad de oro para enterarnos del desprecio y deshonra que sufren las personas mayores. Pareciera que estamos educando a una generación que ha decidido devaluar a las personas conforme cumplen más años. Estamos envejeciendo, nos guste o no, desde que nacemos comenzamos a envejecer, pero no solo eso, por muchas razones que no todas las comparto, como sociedad también nos estamos haciendo más viejos. Y entonces, ¿qué pasará con nosotros si estamos educando para sobrevalorar la juventud y despreciar la vejez?
Estas enseñanzas de creencias erróneas y distorsionadas de lo que es valioso o no en cuanto a la edad que cada uno le toca cargar, le guste o no, lo oculte o no, hace que los que vienen detrás no valoren a las personas por lo que son, sino más bien por las pocas arrugas que puedan tener. Los más jóvenes no han entendido que más les conviene aprender de los errores de otros que alguna vez pasaron por donde ellos transitan ahora. ¿No crees que es saludable para todos volver al respeto? Volver a escuchar con oídos de expectación, de curiosidad y admiración de cómo nuestros abuelitos salieron adelante en la vida a pesar de las circunstancias difíciles. O, ¿qué tal si aprendemos de ellos no solo cómo hacer las cosas, sino también cómo no cometer las mismas equivocaciones? A esto le llamo yo, aprendizaje continuo, en todo lugar, de cualquier persona podemos aprender, pero para esto necesitamos reconocer el valor que otros pueden aportar a nuestra vida.
En general en el mundo de hoy, las personas se sienten cada vez más solas, incomprendidas, menos valoradas y menos aceptadas, por esto es que me parecen maravillosos esos tiempos en los que nuestros padres nos inculcaron a prestar atención a lo que los mayores tenían que decirnos. Ese acto aparentemente insignificante, le dio sentido a dos generaciones al mismo tiempo. Le enseñó a escuchar a los niños y colocó en una posición de honra a los adultos mayores. Niños y abuelitos, ¡qué gran combinación! Creo que juntarlos, hacer que se relacionen entre ellos es una simbiosis amorosa de ganar- ganar. Ganan los abuelitos que dejan la soledad de lado para sentirse útiles y apreciados, ganan los niños de toda la experiencia amorosa que los adultos mayores tienen para compartir, ganan ambos porque unos recuerdan de donde vienen y otros estarán más conscientes de que no siempre sus rodillas, sus ojos, sus oídos funcionarán tan bien como lo que hacen ahora y por esto aprenderán a ser más considerados.
Al morir doña María me heredó, sí me heredó un mueble que ella consideró era muy lindo para que yo guardara algunas cositas de las que nos gusta guardar a los niños curiosos, pero más que eso, ella me heredó un profundo respecto por las personas mayores, una disposición para escucharlas, para recibir de ellas lo que puedo aprender, a admirarlas por todos sus años vividos, buenos o malos. Ella me heredó a apreciar la belleza de las arrugas y cabellos blancos, pero sobre todo ella me heredó el entendimiento de que no hay edad más que la que uno carga en su mente y corazón. A cualquier edad podemos aventurarnos para emprender nuevas cosas, a cualquier edad podemos intentar lo que tanto hemos querido y a cualquier edad podemos disfrutar de una deliciosa tarde de leche y galletas con una gran amiga de 8 años.
Te invito a que estés más atento y presente en la vida de los adultos mayores a tu alrededor, conviértete en su amigo, se generoso y ayúdale en lo que tengas a disposición y recibe esa amistad como un regalo maravilloso para atesorar en tu corazón.
Cuando la amistad es sincera no hay edad, ¡busca a tu doña María y disfruta su compañía!
Por Kenia Salas